Ultima Noche a Oscuras



Ya son casi las seis de la mañana y Vasyl aún no ha conseguido pegar ojo. Absorto en sus preocupaciones, su mirada azul deambula de un rincón a otro del salón, abriéndose paso entre penumbras y guiándose más por los recuerdos que por lo que el reflejo de la farola de la calle le deja ver. Intenta retener despierto en la memoria hasta el mínimo detalle de la que durante los últimos ocho años ha sido su casa. Una casa que ahora está vacía, despojada de muebles y de adornos, con las ventanas desnudas y el aire que la habita tiritando de frío. 
Hace dos semanas que le han cortado el suministro eléctrico por no poder hacer frente al último recibo. Desde entonces no ha podido ducharse con agua caliente, ni hacerse un café, ni calentarse la comida que algunos días le dan en el comedor social para que no se acueste con el estómago vacío. Acude allí cada mediodía desde hace unos meses. Le ofrecen comida caliente y él, a cambio, insiste en ayudarles a recoger y a limpiar todo lo que se ensucia. Cada día ve caras nuevas y ya no sólo de individuos solitarios como él, sino también de familias enteras que, bien por haberse quedado los padres en paro o porque la hipoteca y todos los gastos que la acompañan se llevan los pocos ingresos que consiguen cada mes, no tienen otro remedio que llevar allí a sus hijos para que puedan ingerir la que en muchas ocasiones es su única comida en todo el día. Vasyl piensa en sus hijos y se alegra de haberles podido ofrecer otra vida. Ahora ya alcanzan la treintena, ambos viven en Kiev y tienen encaminadas sus propias vidas. Aún no le han hecho abuelo, pero espera y desea que el día que lo hagan tengan más suerte que estas familias con las que comparte almuerzo cada día.
Como todas las noches, se había enfundado en su saco de dormir y se había estirado sobre el colchón que desde hace meses reposa directamente sobre el suelo, confiando en dormir un poco, pero le ha resultado imposible. El colchón es el único testigo aún presente de lo que fueron sus días y sus noches en aquella alcoba. Todo lo demás lo ha ido vendiendo para intentar hacer frente a las letras de la hipoteca. Hasta que llegó el temido momento en que ya no le quedó nada por vender.

Esta noche se la ha pasado casi entera mirando por la ventana del salón. Sus pensamientos escapándose hacia días ya vividos mientras sus ojos intentaban distraerle del dolor con el brillo de las estrellas para luego acabar bajando hasta la calle y clavarse en el áspero asfalto. Sería tan fácil abrir esa ventana y lanzarse al vacío. Acabar, de una vez y para siempre, con tanta vida despilfarrada, con tanta herida sangrante y sin remedio.  De pronto, algo le saca de su ensimismamiento. Le cuesta creer lo que está viendo, pero ha empezado a nevar. En estas latitudes nieva muy raramente y apenas llega la nieve a cuajar en el suelo. Pero está visto que hoy hasta el tiempo parece decidido a recrear en su mente escenas de otra época, de cuando era aún un niño y disfrutaba en la plaza que había junto a su casa jugando con bolas de nieve. Era otro mundo el de aquellos días.

Una de las ventanas del bloque de pisos de enfrente se ha iluminado y la silueta de una mujer desnudándose se ha dibujado en ella. Es Irina, la hija de su amiga Nikoletta.
Nikoletta es una mujer rusa que un día vino a España pensando que aquí podría darle un mejor futuro a su hija tras divorciarse de su marido. De todo ello la había convencido un español que había pasado unas vacaciones en Moscú y la había conocido a ella en una excursión. Ella era la guía del grupo con el que viajaba Pedro, quien quedó prendado de sus ojos claros y de su cabello rubio, casi blanco. Nikoletta hablaba un buen español y él no dudó en aprovechar la ocasión para lanzarle piropos y agasajarla con sus atenciones de Don Juan un poco pasado de época. Pero el caso es que le funcionó. Él le prometió la luna y ella le creyó porque necesitaba urgentemente volver a creer en alguien. Pedro le contó que era empresario y que, como ella, estaba separado, aunque él no tenía hijos. Le habló de una fabulosa casa, que después resultó ser un piso destartalado ubicado en medio de uno de los peores barrios de la ciudad. Pero una vez más, él tuvo mucha suerte porque a ella esa distorsión tan descarada de su realidad pareció no importarle lo más mínimo. Se había enamorado y le gustaba oír cuanto él le explicaba. El empresario en cuestión también se desvaneció nada más aterrizar de nuevo en España, pues se redujo a un mediocre autónomo del sector de la construcción. Pese a esos pequeños desfases en su historia, los primeros tiempos de la convivencia fueron bastante buenos. Corría el año 2000 y, en plena burbuja inmobiliaria, a él no le faltaba el trabajo, aunque ella no tardó mucho en darse cuenta de que a él trabajar, lo que se dice trabajar, no le gustaba demasiado. Casados desde poco después de haber llegado a España, tuvieron un hijo al cabo de un par de años, completando así una peculiar familia, en la que la hija adolescente de ella empezaba a darles algún que otro problema. Más que nada porque la niña se daba perfecta cuenta de lo ciega que estaba su madre con aquel español que ahora pretendía hacerle a ella de padre, sin conseguirlo. Las discusiones habían empezado a ser frecuentes y un día él le exigió a la madre que tenía que buscarse un trabajo porque su hija salía muy cara de mantener y él no pensaba seguir deslomándose en las obras para alimentar a una persona que no le estaba agradeciendo nada de lo que había estado haciendo por ella desde que había llegado. Fue así como Nicoletta acabó trabajando en la fábrica en la que también trabajaba Vasyl. Era un trabajo duro en el que tenía que pasarse ocho horas seguidas alimentando a una máquina de inyección de plástico. El sueldo no era ninguna maravilla y estaba contratada a través de una empresa de trabajo temporal. Cada mes tenía que pasarse por la oficina de la ett a firmar un nuevo contrato, sabiendo que cualquier día podía ser el último. Pero Nikoletta no perdía el entusiasmo y, aunque estuviese enferma o lo estuvieran sus hijos, ni un solo día dejó de acudir a la fábrica. En una ocasión fue a firmar un contrato con un ojo morado y moratones en los brazos. María, la chica de la ett, sospechó enseguida que el marido la habría golpeado, pero dejó que ella le refiriera una versión muy distinta de la historia, aunque en ningún momento la creyó. Sólo le recordó que, si necesitaba hablar con alguien, ella no sólo estaba allí para hacerle firmar contratos, sino también para escucharla. Nikoletta se lo agradeció, pero nunca le habló mal de su marido.

Cuando llevaba dos años trabajando, un día la llamaron de la fábrica para hacerle una propuesta. Habían decidido ofrecerle un contrato indefinido, que firmó aquella misma tarde. Saliendo de allí, Nicoletta decidió pasar por una pastelería para comprar unos dulces y una botella de licor, pues quería celebrar con su familia lo contenta que estaba. Pero, al llegar a su casa, la escena que presenció tras la puerta no se parecía en nada a la que ella hubiese deseado. Ya desde la escalera había oído gritos, pero nunca hubiera sospechado que provenían de su piso. Su marido estaba borracho y agarraba fuertemente a Irina, intentando propasarse con ella. Irina gritaba y le insultaba, luchando por zafarse de sus asquerosas manos. Sólo tenía quince años. Él cuarenta y dos. Irina le contaría después a su madre que aquel no había sido su primer intento. Siempre que llegaba a casa habiendo bebido más de la cuenta y la encontraba sola, la manoseaba y la amenazaba con echarla de su casa si se iba de la lengua. Por fortuna, nunca había conseguido consumar la violación, pero ella vivía aterrorizada. Por eso pasaba tanto tiempo en casa de sus amigas y hacía lo posible por quedarse a dormir con ellas. Las noches que no tenía con quien quedarse, le hacía creer a su madre que dormía en casa de alguna de esas amigas y, cuando ésta se marchaba a la fábrica de madrugada, Irina se levantaba apresuradamente y recogía su cuarto, escondiéndose debajo de la cama por si a su padrastro se le ocurría visitarla, hasta que, una o dos horas más tarde, le oía marcharse.

Oyendo el sobrecogedor relato de su niña, ese día Nicoletta abrió por fin los ojos y decidió marcharse de aquella casa llevándose a sus dos hijos con ella. Se refugió primero en casa de su amiga Malgorzata, una chica polaca que trabajaba con ella en la fábrica, no sin antes dejarse aconsejar por ella y acudir a la comisaría de policía a poner una denuncia contra el marido por intentar abusar de su hija. Pasados unos días, le interpuso también una demanda de divorcio que, con la denuncia previa, consiguió que cobrase más fuerza y un juez le dio la custodia a ella del hijo que tenían en común. Él pasó unos días en el calabozo y le soltaron a la espera de un juicio que se demoraría mucho tiempo. Al no tener antecedentes, no acabó en prisión. Pero tampoco volvería a molestarlas, ni se preocuparía nunca más por su propio hijo.
Ella buscó un piso de alquiler muy lejos del barrio donde había vivido con él y siguió trabajando en la fábrica.  Por las tardes se dedicaba a limpiar casas particulares, consiguiendo unos ingresos extras que le permitían llegar a fin de mes sin que sus hijos pasasen necesidades. Irina iba al instituto y se le daban muy bien los idiomas. El niño, Petro, tenía cinco años. Su hermana se ocupaba de llevarlo al colegio y de recogerlo por las tardes. Eran días difíciles, pero de mucha paz. Porque a Nikoletta le daba mucha tranquilidad no tener que aguantar a ningún hombre al lado que se lo cuestionase todo y que no fuese capaz de hacer nada por ella, sólo de ensuciar y desordenar todo lo que a ella le costaba tanto esfuerzo mantener limpio y ordenado, y llenarle la casa de amigotes tan desagradables como él que no tenían ningún pudor en comérsela con los ojos entre bocanadas de humo y tragos de cerveza. Ahora estaba mucho mejor. El piso era pequeño y modesto, pero para ellos tres solos era más que suficiente.

Las cosas volverían a complicarse cuatro años después, cuando Irina le anunció un día que pensaba irse un año de Erasmus a Bruselas junto con otra compañera de estudios. Por esos días Irina estudiaba turismo en la Universidad de Girona. Al principio la madre lo entendió como una muy buena oportunidad para mejorar los idiomas y anotarse unos puntos más en su currículum que, sin duda, le ayudarían muchísimo a conseguir un buen empleo una vez finalizada su formación.  Cuando meses más tarde vio regresar a una Irina embarazadísima y con los ojos anegados en lágrimas, no pensó lo mismo, pero decidió no hacer preguntas y no reprocharle nada. Se limitó a abrazarla y a asegurarle que aquella nunca dejaría de ser su casa.  Su hija se había equivocado, sí. Pero ella también lo había hecho al fiarse del que se convirtió en su segundo marido. Las dos tenían derecho a cometer errores y nadie pagaría sus consecuencias por ellas.
Nada le dijo a Irina del expediente de regulación de empleo que acababa de presentar la empresa en la que trabajaba. Esperó a que naciera el pequeño Olecksander para explicarle que ahora sólo trabajaba cuatro horas al día y las otras cuatro las cobraba a través de una prestación por desempleo. Sus ingresos se habían reducido mucho y, con la crisis, muchas de las casas que limpiaba por las tardes también las había perdido porque sus dueñas se habían quedado sin trabajo y ya no podían costearse tener mujer de la limpieza. Había intentado buscar otra fábrica o algún restaurante donde le ofrecieran mejores condiciones salariales, pero la respuesta era siempre la misma: “Estamos en crisis, no necesitamos a nadie más”. Irina se dio cuenta de que, si había alguien que podía tirar del carro y sacar a aquella familia adelante,  ésa tenía que ser ella y no la pobre Nicoletta, que ya estaba al límite de tanto trabajar y luchar. De modo que empezó a buscar trabajo y no tardó mucho en encontrar uno en horario de tardes. Irina hablaba varios idiomas y su aspecto físico era inmejorable, pese a su reciente maternidad. Decidió dejar a Olecksander al cuidado de su madre por las tardes y aceptar el puesto que le ofrecían. A Nikoletta le contaba que trabajaba en la recepción de un hotel y era verdad. Su horario era de las tres de la tarde a las once de la noche, pero al cabo de un tiempo, empezó a pedirles en casa que no la esperasen despiertos porque llegaría muy tarde. La madre pensó que habría conocido a alguien y estaría iniciando una nueva relación, por lo que decidió no hacer preguntas y aceptar la nueva situación. Lo que nunca les contó Irina fue que algunas noches, acabado su turno, aceptaba la invitación de algún cliente para subir a su habitación a tomar una copa y lo que surgiese a cambio de un buen incentivo. Nadie sospechaba en el hotel ni en su familia que aquella chica tan guapa y tan discreta se ganaba un sobresueldo metiéndose en camas ajenas. Ante su madre, justificaba sus ingresos de más con la excusa de las propinas. Pero Vasyl la había visto llegar muchas madrugadas que había pasado en vela desde que perdió el trabajo en la fábrica. Siempre aparecía con los zapatos de tacón en la mano para no despertar al resto de la familia, y se desnudaba junto a la ventana iluminada sin molestarse en correr las cortinas. Ya con el pijama puesto, abría el bolso y sacaba lo que Vasyl deducía que serían unos billetes que depositaba en una caja que luego guardaba celosamente en su armario.

Ahora volvía a tenerla allí delante, desafiando al frío de diciembre, capeando la crisis con los beneficios que obtenía vendiendo su cuerpo a extraños a quienes nunca volvía a ver, porque eran viajeros de paso, como de hecho lo había sido André, el compañero de estudios francés que la había dejado embarazada y se había vuelto tan tranquilo a su casa eludiendo toda responsabilidad para con ella y la criatura.
Vasyl nunca le dirá nada a Nikoletta, ni tampoco se atreverá a juzgar a Irina. Porque para él ambas son dos supervivientes a las que no puede dejar de admirar por su valentía y por su capacidad para reinventarse a cada paso que dan. En cierto modo, las envidia, porque para sí quisiera su coraje.

Apagada la luz de Irina, él vuelve a sumirse en su oscuridad, regresando a los miedos que le acechan con más urgencia. Este nuevo día que aún no se adivina en el horizonte es siete de diciembre, la fecha maldita que señalaba la orden de desahucio que recibió semanas atrás. Vendrán con una orden judicial y le echarán de su casa sin ningún reparo, como si fuese un intruso dentro de su propia vida. No se molestarán en preguntarle si tiene a dónde ir. Se limitarán a cumplir su cometido con la máxima diligencia y, una vez cambiada la cerradura de la puerta delante de sus propias narices, le abandonarán a su suerte junto a la entrada del edificio, donde se habrán concentrado todos sus vecinos para ser testigos de su desgracia. Algunos tratarán de consolarle, aunque sin ofrecerle nada más que palabras amables, no fuese que el ruso abusara de su confianza y se les colase en sus casas. Otros le mirarán de arriba abajo, profesándole el mismo desprecio que el día que le vieron por primera vez, y se alegrarán de perderlo de vista, porque en este bloque ya empiezan a ser muchos los que están hartos de sus vecinos extranjeros y a todos los miden ya por el mismo rasero. Vasyl no deja de darle vueltas a su embarazosa situación, pero no encuentra la manera de poder evitarla. Podría coger la maleta y el abrigo y marcharse en este mismo momento, sin esperar a que llegasen los funcionarios del juzgado. A las seis de la mañana, pocos vecinos encontrará en el portal. Pero, ¿a dónde irá con este frío si apenas le quedan diez euros sueltos en la cartera? Siempre podría ir a casa de algún amigo. Muchos de los que llegaron con él ya volvieron de regreso a Ucrania a medida que empezaron a perder sus empleos, pero otros muchos decidieron quedarse, pese a la crisis. Como Vasyl, habían venido con la intención de quedarse definitivamente porque descubrieron en este país su particular tierra prometida y no están dispuestos a olvidarse de ella ante los primeros obstáculos. Cualquiera de ellos podría ayudarle, pero Vasyl nunca ha sido hombre de pedir favores y  ahora no se siente capaz de presentarse en casa de nadie a mendigarles un lugar donde dormir y un plato de sopa. Él está muy acostumbrado a dar, pero nunca ha aprendido a recibir. No es el orgullo lo que se lo impide, sino su sentido de la responsabilidad. Siempre ha creído que su vida y su subsistencia sólo eran asunto suyo.

Tras siete años de idas y venidas, a principios de 2005, Vasyl decidió traerse con él a su mujer, Anuska, y a sus dos hijos. Había dado la entrada en un piso y pretendía ofrecerles a los suyos una vida más digna que la que habían llevado en Ucrania. A ella le entusiasmó la idea y no tardó mucho tiempo en habituarse a su nueva vida, pero sus hijos nunca se sintieron a gusto y, en cuanto tuvieron la oportunidad, decidieron volver, apenas transcurridos tres años desde su llegada. A Vasyl y Anuska las cosas parecían irles muy bien. Él seguía trabajando en la fábrica de plásticos y ella había empezado a trabajar como reponedora en un supermercado. Podían hacer frente a todos sus gastos y ahorrar algo de dinero para enviar a sus hijos, que aunque ya independizados y ambos con trabajo, siempre agradecían cualquier ayuda que viniese de sus padres. A éstos les dolía tenerles tan lejos, pero sabían que ya eran mayores y no podían obligarles a vivir donde ellos no querían. En compensación a su ausencia, tenían muchos amigos con quienes disfrutaban compartiendo cenas los fines de semana o haciendo escapadas de algunos días durante las vacaciones. Fueron días espléndidos, impregnados de música y vodka, que en nada hacían presagiar la tormenta que se les avecinaba.
Anuska empezó, de pronto, a padecer unas jaquecas que se sucedían casi a diario. Al principio, no les dieron importancia, pero pasadas unas semanas, viendo que no remitían, decidieron acudir al médico. Éste la derivó a un neurólogo y el neurólogo la mandó a hacerse unas pruebas. Nadie se esperaba que el dictamen final fuese una irremediable condena a muerte, porque resultó que aquellos dolores de cabeza se debían a un tumor que, dado su tamaño, ya no se podía operar. El médico les miró a ambos a los ojos y les aseguró que apenas le quedaban dos o tres meses de vida.

Vasyl se quedó deshecho. Conmocionado por la certeza de que en unas semanas iba a perderla para siempre, no podía mirarla sin derrumbarse en el desconsuelo. Ella, en cambio, se lo tomó con mucha serenidad. Siempre había sido una mujer muy vital y muy práctica. Consciente de que no había solución posible, se negó a pasar por un tratamiento de quimioterapia que sólo le garantizaba prolongarle unas semanas su agonía. Si le quedaba tan poco tiempo no quería pasarlo como una enferma quejumbrosa. Lo único que le preocupaba era acabar dependiendo de su marido para todo, con la mente perdida y la dignidad olvidada. Y ponía todo su empeño en evitarlo. Vasyl la oía  decirle aquellas cosas y envidiaba su fortaleza, pero le costaba un mundo respetar lo que ella había decidido. Anuska no pudo continuar trabajando, pero siguió con sus otras rutinas, como si nada le pasase hasta que un día, simplemente, ya no se despertó. Murió tranquila, sin dolor y arropada por los brazos de su marido. Vasyl la recuerda esta noche y no puede evitar las lágrimas, pero en parte se alegra de que ella no esté aquí con él. No soportaría verla pasar por todo esto.

Cuando Anuska murió habían transcurrido ya dos años desde el escándalo Lehman Brothers y el mundo occidental que tanto había atraído a Vasyl había empezado a derrumbarse atrapando a incalculables víctimas bajo sus escombros. Él no podía sospechar entonces que acabaría convertido en una de ellas, pero sí notaba que las cosas en España habían empezado a cambiar. Había intentado durante meses buscar un segundo empleo que le permitiese ahorrar algo de dinero por lo que pudiese pasar en el futuro, pero le había resultado imposible. Empresas importantes cerraban sus plantas para trasladarlas a países emergentes donde la materia prima y la mano de obra resultaban mucho más baratas. Y empresas pequeñas se veían abocadas a echar el cierre, ahogadas por los impuestos y por los impagos de sus clientes.  De repente, aquel escaparate de oportunidades que se había encontrado Vasyl en sus primeros años en España, se había esfumado, como cuando una burbuja de jabón estalla en medio del aire desvaneciéndose su forma en la nada. Sus hijos intentaban convencerle de que volviese con ellos a Kiev, pero él no estaba dispuesto a abandonar la tierra en la que reposaba Anuska ni a enterrar su sueño de vivir de otra manera. Le había costado años conseguir la libertad que había compartido con Anuska en sus últimos tiempos juntos. Había luchado por dejar de sentirse uno más entre los muchos que habían emigrado para ahorrar dinero y luego volver. Su caso era muy distinto: Vasyl no era un hombre cualquiera. Él había dejado Ucrania confiando en no tener que regresar. Desde niño  había trabajado duro para conseguir unas notas brillantes que le abriesen la puerta a la universidad. Soñó con ser ingeniero mecánico y lo consiguió. Entró a trabajar en la misma fábrica de camiones en la que su padre llevaba treinta años trabajando y empezó a ganarse la vida haciendo lo que más le gustaba. Tenía mucha suerte, pero pese a sus logros, no se sentía satisfecho. En la fábrica le faltaba el aire, sintiendo que debía limitarse a seguir un camino muy marcado por otros que le minaba día tras día toda su libertad de movimiento. Se había casado y ya tenía a sus dos hijos. Vivían en un apartamento de alquiler, cercano al de sus padres y, durante una semana al año, podían permitirse unas vacaciones en la costa. Pero para él no era suficiente, aunque sabía que rebelarse no era una opción razonable por todo lo que podía arriesgarse a perder. Decidió calmar sus ansias de evasión y esperar a que viniesen tiempos mejores. Esos tiempos llegaron para Vasyl cuando cayó el muro de Berlín y la URRS empezó a desmembrarse. Ucrania recuperó su autonomía y los ucranianos empezaron a sentirse un poco más libres. Entonces aparecieron nuevos problemas en el horizonte. El libre mercado dio paso a la inflación y el fenómeno del paro se hizo un hueco entre sus ciudadanos. La gente era más libre, pero el número de puestos de trabajo descendía y pronto empezaron a oírse historias de personas que tramitaban visados y permisos para ir a trabajar a otros países. Fue entonces cuando Vasyl empezó a imaginarse un futuro lejos de la Ucrania que tanto lo había oprimido desde niño.

Su padre estallaba en episodios de cólera cada vez que le oía expresar aquellas fantasías en voz alta. Él había dedicado toda su vida a Ucrania y se hubiese dejado matar por defenderla. En lugar de responderle y exaltarle aún más, Vasyl optaba por callar y, al cabo de un rato, se excusaba con el primer pretexto que le venía a la mente para marcharse a su casa y dar por finalizada la reunión familiar en casa de sus padres. Habría podido contrarrestar los ataques de su padre refiriéndole abiertamente la visión de aquella misma historia que él había ido formándose desde niño. Le habría podido contar que aún tenía metidos sus gritos de terror en la mente, aquellos gritos que les despertaban a él y a su madre en medio de tantas madrugadas, impregnándoles los sentidos hasta el punto de llegar a habituarse a ellos. Vasyl no ha vivido una guerra, pero ha sufrido las consecuencias de la que vivió su padre durante toda su vida. Aún hay noches en que sueña que es su padre con dieciocho años y que el tiempo ha vuelto a pararse en diciembre de 1943. El ambiente está muy cargado de olores que refieren elevadas dosis de pólvora, sudor y sangre. Tiene el uniforme empapado porque acaba de cruzar a nado el río Dnieper huyendo de los alemanes, que tienen tomado el puente y no dejan de disparar contra todo lo que se mueve dentro y fuera del agua. Siente su cuerpo helado, pero al tiempo está sudando porque el ruido ensordecedor que provocan los proyectiles y obuses enemigos al impactar sobre el terreno o sobre algún cuerpo, le tienen aterrado y ya no puede aguantar más subidas de adrenalina. Alejándose de la orilla, se desliza cuerpo a tierra cubriéndose con los matorrales que le salen al paso hasta que consigue ponerse a salvo, pero sus compañeros han sido alcanzados y él no puede detenerse a auxiliarlos porque tiene demasiado miedo a morir. Sigue corriendo hacia no sabe dónde, sin poder dejar de sentirse un cobarde. De repente, se da cuenta de que nadie más le acompaña en su huida y que todos a su alrededor yacen muertos. Quiere gritar, pero nota que no le sale la voz; es como si su garganta no le respondiera. Entonces se despierta angustiado e inmerso en un baño de sudor frío, pero sus ojos, aún despiertos, siguen viendo los rostros ensangrentados de aquellos casi niños de hace casi setenta años. Y llora, Vasyl llora, como lo ha hecho cada una de las noches que durante años ha padecido el mismo sueño. Llora por aquellos niños soldados y por su padre, que aunque sobrevivió a aquel horror, le tuvo a él para recordárselo todos los días de su vida. Porque nunca dejó de reprocharle, ni de niño, ni hasta hace unos años, que él había tenido mucha suerte de no haber vivido una guerra y que no merecía quejarse de nada porque era un asqueroso privilegiado desagradecido. Así se lo escupía a Vasyl cada vez que se veían, con todas esas letras arañándole la dignidad.

Hoy el padre de Vasyl ya lleva unos años muerto y su pobre madre también, pero él aún no ha logrado librarse de la presión que el otro sigue ejerciendo sobre él. Vasyl nunca ha creído en fantasmas y sabe que María tiene razón cuando le explica que todo está en su cabeza, pero él siempre se ha resistido a dejarse ayudar. Tal vez, si sale airoso de este desahucio, consiga darle la vuelta a algunas cosas, y pueda volver a empezar.
               
Piensa en sus amigos y en cómo han podido sobrevivir a sus peores días, renaciendo de lo que ya creían sus cenizas. Nikoletta e Irina son dos buenos ejemplos de ello. También lo fue Myroslav. ¿Qué habrá sido de su amigo Myroslav?
Con él había compartido piso en sus primeros tiempos en España. Se habían conocido en el que fue su primer viaje a España para ambos. Coincidieron entre los viajeros de la estación mientras ambos esperaban para subir al autobús. Vasyl se le acercó para preguntarle si aquel era el autobús que iba a Lérida y, a partir de ese momento, ya no se separaron en los tres días que duró el viaje, ni tampoco en los años siguientes.

Myroslav estaba casado en Ucrania con una mujer a la que ya no quería, pero a quien seguía unido por los hijos. Animado por algunos amigos que habían emigrado para las campañas de recogida de la fruta en Lérida, decidió imitarles y así se distanciaba de ella por un tiempo.  Acabadas las primeras campañas, Vasyl y él regresaban a Kiev, donde descasaban un tiempo con sus familias para volver al iniciarse la nueva campaña.  Con el tiempo consiguieron sendos precontratos para trabajar en una industria cárnica durante dos años, y en 2003, un amigo común les habló de otra zona de Catalunya en la que había mucho trabajo. Se había tomado la libertad de hablar por ellos en la fábrica de plásticos en la que él trabajaba en un pequeño pueblo de la provincia de Girona y estaban dispuestos a darles trabajo a ellos dos y a Mykola, su otro compañero de piso.  Los tres estuvieron de acuerdo en que aquella era una buena oportunidad de cambiar de aires y de mejorar sus condiciones laborales.  En pocos días se despidieron de la empresa, recogieron sus enseres y aterrizaron en Girona. Una vez instalados, se pasaron por la empresa de trabajo temporal a la que les mandó la fábrica de plásticos a firmar sus contratos. Vasyl y Myroslav encajaron bien allí desde el principio y fueron encadenando contratos temporales hasta que la empresa decidió ofrecerles un contrato indefinido. Trabajaban de lunes a viernes en el turno de noche, tenían un buen sueldo y podían vivir desahogadamente ellos y mandar suficiente dinero a sus familias. Mykola, en cambio, sólo aguantó los primeros meses, hasta que decidió aceptar una oferta de soldador en otra empresa. Llegada la Navidad, Mykola decidió quedarse en España, pues no le compensaba gastar tanto dinero en viajar a Ucrania para estar allí sólo una semana. Prefería gastárselo aquí, pasándoselo bien con otros amigos ucranianos que había conocido en los últimos meses. Vasyl y Myroslav, en cambio, acordaron con la empresa y con la ett que se tomarían un mes entero de permiso para ir a Ucrania. Durante ese mes que Vasyl pudo disfrutar de Anuska y de sus dos hijos, Myroslav se dedicó a jugar a ser un turista en su propia ciudad y un día tuvo la suerte de cruzarse en su camino con Galina. Ella era una chica bastante más joven que él y, sin pretenderlo, como si jugase a intentar ser la persona que nunca se había atrevido a ser, acabó enamorándose de ella y de todo lo que le contaba. Se enzarzaron en una relación intensa que les llevaba a cometer locuras singulares en los lugares más insospechados. Se comportaban ambos como si aquellos días que estaban compartiendo fuesen los últimos de sus vidas, aprovechando cada minuto, sorbiendo cada rincón del otro como si en ello les fuese la vida. Myroslav no pensaba en nada más en todo el día. La mayoría de las veces quedaban en el bosque, ajenos a cualquier otra mirada, inmersos en su propias fantasías. Aunque cada vez iban con más pies de plomo porque sabían que, el día menos pensado, alguien le podía ir con el cuento a la mujer de Myroslav y entonces se desencadenaría la tercera guerra mundial, porque era la mujer más bruta que había conocido en su vida. Nada quedaba en ella de la cándida muchacha que había conocido en el instituto. Con los años había doblado su peso en kilos y en mala leche. Antes de emigrar a España, cuando llegaba de  trabajar cada día, nada más meter la llave en la cerradura de la puerta, lo primero que oía él eran sus gruñidos histéricos. Era una mujer que no sabía dialogar, sólo gritar y reprochar. Ni una palabra amable, ni una caricia de vez en cuando. Hacía años que no habían hecho el amor, ni tenía él ya esperanzas ni deseo alguno de volver a hacerlo con ella. Le trataba como si hubiese sido el mayor de sus hijos y no parecía dispuesta a concederle licencia alguna para otra cosa que no fuese traer dinero a casa. Seguían juntos porque eso era lo que ambos creían que los demás esperaban que hicieran. Pero ni ella le quería, ni él la quería a ella. Como tantos matrimonios, eran sólo la fachada de una historia que llevaba años borrada por los dos. Galina, en cambio, era tan tierna con él… Ella era soltera, aunque había convivido con una pareja anterior. Estaba a punto de cumplir los veinticinco y se desvivía por Myroslav, colmándole de atenciones y arrumacos. Conocerla había sido para él como un regalo que llega cuando ya nada se espera y no estaba dispuesto a renunciar a ella por nada ni por nadie. Su deseo hubiera sido llevársela con él a Girona para no volver ninguno de los dos, pero él debía empezar a trabajar en unos días y ella no tenía permiso de trabajo para residir ni trabajar en España.
Su desesperación le llevó a idear un descabellado plan que implicaba conseguir que Mykola le ayudase, aunque él mismo reconocía que la ayuda que le iba a pedir no era nada fácil.

Durante el trayecto de vuelta, cuando Myroslav le había contado su plan a Vasyl, éste se había escandalizado, porque le parecía una aberración. Ahora, en cambio, pensando en la historia de Irina, lo comprendía perfectamente. Myroslav le expuso a Vasyl que iba a sugerirle a Mykola que se casase con Galina para que así ella pudiese obtener el permiso de residencia en España y se pudiese quedar a vivir con ellos en el piso que compartían. Lo más irónico fue que Mykola aceptó encantado la propuesta de su amigo. Mykola era soltero y bastante más joven que sus dos compañeros de piso. Era una persona muy alegre, siempre estaba de broma con sus amigos y  era capaz de pasarse todo un fin de semana de fiesta sin dejar de beber ni de bailar. Aunque luego los lunes madrugaba como el que más y enlazaba largas jornadas de lunes a sábado en un taller de soldadura, donde no sólo se dejaba los ojos, sino también la espalda. Se le veía un tipo feliz y estaba ahorrando dinero para volver a Ucrania y montar allí un negocio. Nunca había visto a Galina, sólo en una foto que Myroslav le había mostrado, pero aceptó casarse con ella a través del consulado porque quería a su amigo casi como a un hermano mayor y por él estaba dispuesto a hacer lo que fuese. Ella firmó los papeles en Kiev y él en el consulado de Ucrania en Barcelona. Acababan de casarse, pero en la distancia. En unos días ella viajaría a España y se reuniría con Myroslav en la terminal de autobuses. Mykola, por fin, conocería a la que ya era su esposa, pero sólo compartiría con ella el piso en el que todos vivirían. Ese matrimonio nunca llegaría a consumarse, o eso pensaba entonces Myroslav.

Mykola, aunque ya había cambiado de empresa, seguía trabajando entonces a través de la misma ett que sus amigos. María les apreciaba bastante a todos ellos porque sabía que eran muy buenos trabajadores y aún mejores personas. El día que Mykola le contó que se casaba, ésta se alegró mucho por él y le deseó lo mejor, pero éste se rió a carcajadas contándole toda la trama que había ideado Myroslav. María no podía creer lo que estaba oyendo, aunque de hecho, oía tantas historias al cabo del día, que ya no la sorprendía casi nada y decidió tomárselo tan a broma como se lo tomaba él mismo. A partir de ese día, cada vez que Mykola entraba por la puerta la que se reía era ella, que no paraba de insistirle en si ya había consumado su matrimonio con Galina. Lo que no podían saber ninguno de los dos entonces es que un día sí llegarían a consumarlo y Galina y él acabarían viviendo los dos en Kiev al frente del negocio que acabarían montando allí.

Vasyl sonríe al evocar todos aquellos días de risas y vodka. Porque, pese a estar lejos de su patria y de su familia, con sus compañeros siempre se sintió como en familia. El problema de uno era vivido como el problema de todos. Trabajaban mucho, pasaban con lo justo para poder enviar a sus familias todo el dinero que podían, pero eran felices porque creían en lo que estaban haciendo. Muchos españoles se reían de ellos porque pensaban que eran unos desgraciados que venían a trabajar a España a desempeñar los trabajos que ellos no querían hacer porque las condiciones les parecían de vergüenza. Esos mismos españoles, años después, cuando las cosas se pusieron feas y la construcción se fue al traste, arrastrando con ella los talleres de carpintería, las cerrajerías, las empresas de venta de materiales, las industrias de todo tipo y hasta parte del sector del transporte, les acusaban a ellos, a los inmigrantes, de haberles robado los pocos puestos de trabajo que aún se mantenían.

A Vasyl le habían insultado en su propia calle, junto al portal de su casa, por poder ir cada día a trabajar. Incluso cuando presentaron el expediente de regulación de empleo y le redujeron la jornada y el sueldo a la mitad, siguieron reprochándole que lo que tenía que hacer era volverse a Ucrania y dejar su puesto de trabajo a disposición de algún español que estuviese en paro.
Incluso a la propia María la insultaban muchos días en su propia oficina cuando iban a inscribirse para buscar empleo y les decía, siempre amablemente, que en aquel momento no tenía ninguna oferta de trabajo vacante. Le contestaban a gritos que nunca tenía trabajo para darles a los españoles porque las reservaba para los rusos, o los sudamericanos, o los negritos porque le parecían más atractivos que los pobres españoles. La conversación siempre acababa con un portazo que hacía peligrar la integridad de la puerta.

Con el tiempo, la ett en la que trabajaba María tuvo que cerrar y ella se quedó en paro. Pasó un tiempo ampliando estudios y un día que estaba tomando café con una amiga se enteró de que en esa cafetería estaban buscando una camarera para el turno de mañana y les llevó su currículum. El dueño de la cafetería dudó al principio, porque la conocía de hacía tiempo y sabía que María estaba capacitada para empleos mucho mejores, pero ella le insistió argumentándole que estaba harta de pasarse el día haciendo contratos basura y corrigiendo pruebas psicotécnicas por un sueldo mísero y en un horario partido que no le permitía hacer nada más. Tenía ganas de cambiar de vida, de hacer otras cosas y tratar con otro tipo de clientes. Quería disponer de las tardes para ella, porque se le empezaba a perfilar en la mente el proyecto de montar una asociación donde poder ejercer como psicóloga, pero de forma altruista, sin cobrar por sus servicios. Quería dedicarse a lo que más le gustaba: la gente y sus problemas. Así fue como María empezó a trabajar de camarera y en unos meses registró su asociación iniciando su particular via crucis por colegios, ayuntamiento, centros cívicos y demás organismos. No le costó conseguir que el centro cívico de su barrio le cediese un despacho para atender a sus niños con problemas por las tardes. María estaba feliz y la gente que acudía a ella en busca de ayuda no lo estaba menos. Atendía a niños con problemas de aprendizaje, ayudándoles a enfocar de una manera más amena las temidas matemáticas y a que la ortografía en castellano y en catalán dejara de parecerles una parte odiosa del estudio de las dos lenguas. De vez en cuando también se atrevía con cosas más complejas, como niños con síndrome de hiperactividad o alguno con dislexia.

Con el tiempo, no fueron  sólo niños, sino también algunos padres y personas que la conocían de su etapa anterior, como Vasyl y Nikoletta, que vivían en su mismo barrio. A Vasyl le ayudaba  a trabajar su miedo de no volver a encontrar trabajo y a Nicoletta sus problemas de relación con Petro, el niño tímido que se encerraba en su cuarto nada más llegar del colegio y se negaba a salir con sus amigos. También atendía a Irina, quien le confesaba que prostituirse había sido lo único que se le había ocurrido para poder mantener a su familia, y a Oumar, aquel chico que ella conoció como de Guinea y luego resultó llamarse Moussa y ser de Senegal.
Le había conocido un día que él fue a apuntarse a la ett en la que ella trabajaba entonces. Le mostró un permiso de trabajo del que ella dudó por la foto. El chico que tenía delante parecía más joven que el que aparecía en el documento, pero le vio tan convencido de lo que le contaba y con tanta educación que decidió pasar por alto su sospecha y le ofreció un trabajo. Él lo aceptó de inmediato y trabajó duramente durante un año, hasta que la empresa decidió ofrecerle un contrato indefinido. Entonces a ella le sorprendió mucho que él lo rechazase. María le insistió en que era una buena oportunidad para él que le podía abrir muchas puertas. Pero él le puso mil excusas y le pidió que ella le buscase otro trabajo. Le colocó en una fábrica de productos químicos en la que también estuvo bastante tiempo, hasta que al inicio de la crisis, dicha fábrica decidió cerrar la planta en la que Oumar trabajaba para trasladarla a un país del norte de África.
Oumar decidió volver un tiempo a su país y María le perdió la pista. Cuatro años más tarde, un día reapareció por la oficina y ella le reconoció al momento. - Oumar! Cuánto tiempo sin verte, ¿cómo estás?. A lo que Oumar respondió negando ser quien ella decía. -  ¡Me llamo Moussa!
María se quedó perpleja, porque no entendía nada o, mejor dicho, sí entendía lo que pasaba, pero no lo quería entender. Oumar le mostró su nuevo permiso de trabajo. Efectivamente, su verdadero nombre era Moussa y su verdadero país Senegal. Esta vez la foto no dejaba lugar a dudas. Era el chico que tenía delante, era aquel trabajador excelente que nunca le dio ningún problema y del que las empresas a las que le mandó a trabajar quedaron tan satisfechas.
Sólo cambiaban el nombre, la fecha de nacimiento y la nacionalidad. Pero seguía siendo la misma persona que hablaba francés a la perfección porque era licenciado en literatura francesa. Un chico culto y discreto a quien nunca le importó trabajar de lo que fuese, que un día llegó en patera y tuvo la desgracia de que le dejasen entrar en el país, pero sin darle papeles. Eso, al entender de María, era como invitarle a delinquir. Porque, ¿de qué otra forma pensaba el gobierno español que iba a vivir? Los primeros días vivió de la hospitalidad de buenos amigos que llevaban ya tiempo en España y a los que conocía de su mismo barrio, pero más tarde se dejó aconsejar por otros que le recomendaron recurrir a alquilar los papeles de otra persona. Fue así cómo un día le llevaron hasta el verdadero Oumar y éste decidió alquilarle su permiso de trabajo con la condición de que cada mes le enviase la mitad del sueldo que le pagasen por los trabajos que consiguiese. De ese modo, Moussa estuvo deslomándose durante unos años para que el único que se beneficiase de su mucho esfuerzo fuese el sinvergüenza de Oumar. Años en que cotizó a la seguridad social, pero nunca figurarán en su vida laboral, sino en la de su estafador.

Desde aquel reencuentro, María le llamaba de vez en cuando para ofrecerle algún trabajo. A veces sólo se trataba de breves sustituciones en una granja o de montajes de uno o dos días, pero Moussa lo aceptaba agradecido porque era consciente de que cada vez costaba más encontrar un trabajo y que, aunque fuesen sólo unos días, el dinero siempre le vendría bien.
Cuando María ya llevaba un tiempo trabajando en la asociación junto con otros amigos que colaboraban desinteresadamente, bien como psicólogos o bien dando clases de repaso, un día decidió llamar a Moussa para hablarle de su proyecto y preguntarle si le apetecería formar parte de él dando clases de francés a niños pequeños una o dos tardes a la semana. Por aquel entonces, Moussa había conseguido trabajo en una granja de vacas en la que trabajaba de seis de la mañana a cuatro de la tarde. Aceptó la propuesta de María encantado y aquella misma semana ya empezó a trabajar con sus primeros alumnos. Era consciente de que aquella actividad no le reportaría ningún ingreso, pero sabía que en la vida lo más importante no era el dinero, sino la satisfacción personal que uno siente cuando hace algo que le llena del todo. No lo podía saber entonces, pero en ese momento cambió su vida para siempre. La gratitud de aquellos padres y los progresos de los niños en lengua francesa le ayudaron a ganar confianza en sí mismo. Sólo un año después, el padre de uno de aquellos chicos acabó ofreciéndole trabajo en su empresa, como traductor en el departamento de compras. Moussa aceptó de inmediato aquel ofrecimiento y sigue trabajando allí, pero se permitió ponerles una condición antes de la firma de su contrato: quería disponer de dos tardes libres a la semana para poder seguir dando clases de francés a sus niños. Ellos le vieron tan convencido de lo que les pedía que no pudieron negárselo.

Vasyl recuerda cómo conoció a Moussa, cuando todavía era Oumar. Se lo presentó María, un día que ellos dos coincidieron en la ett para firmar sendos contratos de trabajo. Le pareció un chico muy introvertido y callado. Bajito, muy delgado y con ojos tristes. A Vasyl se le antojó una persona muy vulnerable a la que un soplo de tramuntana podría derribar en cualquier momento. Piensa ahora en cómo le vio hace tan sólo unos días, cuando le vio salir del centro cívico con María después de dar sus clases.  Le parece mentira que se trate de la misma persona. Ahora Moussa es un chico alegre, bien vestido, que se conduce con paso firme y decidido, que se para a hablar con sus conocidos y convecinos y que transmite una fuerza y una energía que traspasa la piel de aquellos que le encuentran a su paso.
A Vasyl le gustaría contagiarse de su optimismo, pero le cuesta. Por primera vez en su vida se siente mayor y muy vencido por los acontecimientos. Siempre ha tenido fama de hombre fuerte. Su complexión atlética y su casi metro noventa  siempre le habían conferido una seguridad en sí mismo que le había ayudado a permanecer entero en los peores momentos. También ha sido un hombre optimista toda su vida, pese a su dura infancia, educado por un padre condenado de por vida al acoso de los fantasmas del estrés postraumático que sufrió de por vida tras su participación en la segunda guerra mundial.
Ahora aquel niño de entonces tiene 58 años, está solo y muy lejos de su Kiev natal. A oscuras en un piso vacío, espera la llegada de unos funcionarios de justicia que le echarán de su propia casa. En los últimos meses, no ha tenido más remedio que ir vendiendo poco a poco todos sus muebles, parte de su ropa y todos los electrodomésticos para poder seguir pagando las letras de la hipoteca, los recibos de la luz, el agua o el teléfono. Hace semanas que no va a comprar a un supermercado porque apenas le quedan diez euros que no quiere gastar por si tiene que coger el tren para ir a pedir ayuda a algún amigo, como último recurso. Ha agotado la última ayuda del INEM y, si come todos los días, es gracias al comedor social de Cáritas. Un día se sintió tan agradecido por lo que aquellas personas estaban haciendo por él, que al día siguiente vació el armario de su mujer, colocó todas sus ropas en varias cajas, y cada día les fue llevando una de esas cajas para que las repartiesen entre quienes más las necesitasen. Le dolió un mundo separarse de aquellas piezas de ropa, puesto que eran lo único que le quedaba de Anuska, pero sabía que un día tendría que hacerlo igualmente, porque tendría que dejar el piso y buscarse la vida él solo una vez más.
Ya ni siquiera conserva el armario en el que guardaba con tanto celo aquellas ropas. Tampoco el joyero en el que dormían las pocas joyas que ella había atesorado en su vida y ahora guardaban sus hijos en Ucrania tal como él les había pedido al entregárselas la última vez que les había visto, tras el entierro de su madre, antes de tomar el vuelo de regreso al país en el que ellos nunca quisieron dejar de estar. Nada saben hoy de la verdadera situación de Vasyl. Ellos creen que sigue trabajando en la fábrica y que no tiene ningún problema. Y Vasyl quiere que lo sigan creyendo así. No soportaría contarles la verdad ni verse obligado a regresar convertido en una carga para ellos. El prefiere seguir en España, pese a no quedarle nada, pese a no sentir ningún deseo de seguir adelante porque ya no le quedan ganas, ni fuerzas, ni motivos para seguir peleándose con obstáculos nuevos. No se tiene por un hombre viejo, pero sabe muy bien que tampoco es ya un hombre joven. Vive en un país con seis millones de parados, la gran mayoría muchísimo más jóvenes y mejor preparados que él. Sabe que poco tiene que hacer ante tal competencia. En otro tiempo ni se habría planteado tirar la toalla, pero ahora mismo es la única opción que le parece razonable.
Embriagado por esa idea, vuelve a mirar el asfalto y abre con ansia la ventana. Está decidido: va arrojarse al vacío. Pero lo que él ignora es que en el bloque de enfrente unos ojos le están mirando horrorizados. Es Nikoletta y acaba de abrir su ventana para gritarle que no lo haga. En su empeño por tirarse, él quiere creer que no la oye, pero no puede evitar escuchar unos golpes en su puerta. Primero decide ignorarlos, pero sea quien sea está insistiendo tanto que va a despertar a todos los vecinos y él lo que menos quiere ahora mismo es montar un escándalo.
Se aleja de la ventana y camina con el rostro encolerizado hacia la puerta. Al abrirla, le sorprende sobremanera descubrir el rostro de su amigo Myroslav.
Quiere decirle algo, pero no le salen las palabras, sólo emerge de sus ojos un torrente de lágrimas que hacen que el otro le abrace con toda la fuerza de la que es capaz.
Myroslav mira hacia el rincón donde esperan la maleta y el abrigo de Vasyl.
-        No sé si te habían avisado de mi llegada, pero veo que ya estás listo. ¿Nos vamos, pues?
-        Irnos, ¿a dónde?
-        Pues al hotel donde tú y yo empezamos esta misma noche a trabajar de conserjes. Nos ofrecen trabajo, alojamiento y manutención durante todo el año. ¿A que somos dos tipos con suerte?
-        Pero, ¿cómo lo has conseguido? Y, ¿de dónde sales después de tanto tiempo sin noticias tuyas?
-        Es una historia muy larga y no tenemos tiempo que perder si queremos salir de aquí antes de que vengan a echarte. Sólo te diré que me llamó Nikoletta y me contó tu situación. Comprenderás que tenía que hacer algo.
Vasyl no pudo articular palabra, pero sus ojos se clavaron en los de su amigo y volvieron a fundirse en un cálido abrazo. Después se giró hacia la ventana en la que la mujer seguía angustiada y le lanzó un beso, llevándose ambas manos al corazón. Ella respiró tranquila al ver que Myroslav había llegado a tiempo.
Cuando ese día Vasyl sale de la que ha sido su casa, deja las llaves puestas en la cerradura y, automáticamente, vuelve a sentirse un hombre libre, cuya sangre empieza a discurrir más ligera por sus venas al tiempo que galopa con más fuerza que nunca por la emoción de saberse ante un nuevo comienzo.

Al traspasar la puerta de entrada del edificio, pese a que Vasyl sale a la calle con paso firme, algo le hace tropezar. Es un zapato. Curiosamente, es idéntico a los que él lleva puestos esa mañana. Y, a sólo un par de metros, un hombre yace inerte sobre un lecho de sangre y asfalto. Sobre la escena sigue nevando, al tiempo que empieza a diluirse la oscuridad.

Estrella Pisa
Julio de 2013

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