El Árbol que no quería ser un Árbol
Érase una vez un árbol a quien no le gustaba ser árbol. Había comenzado a brotar hacía muchos años junto a sus padres y hermanos, muy cerca de la orilla de un río que discurría por un bosque.
Toda su familia y él pertenecían a la saga de los castaños. Tenían
troncos fuertes y grandes hojas verdes entre las que afloraban peludos frutos
cuando se acercaba la estación de los fríos. Una vez maduros estos frutos caían
entre la hojarasca y al abrirse aparecían las castañas.
De pequeño este árbol ya mostraba su lado rebelde resistiéndose a
crecer derecho y mostrando una actitud hostil hacia los pájaros que intentaban
anidar en sus ramas. Sus padres le reprendían, sus hermanos le recordaban su
papel de árbol y los animales que poblaban el lugar, al contemplar la escena de
las reprimendas, se burlaban de él. Las ardillas trepaban por su tronco arañando su corteza sin ninguna piedad ante
sus gemidos de dolor. El búho se instalaba en la más alta de sus ramas para así
poder vigilar a sus potenciales presas con el mejor ángulo de visibilidad sin
dignarse a darle ni las gracias por permitirle ese privilegio. Tampoco
respondía ante las quejas del árbol, por el contrario, le miraba con aires de
superioridad. El escorpión corría entre la arena de la orilla y la hojarasca
que abrigaba las raíces que sobresalían de la tierra. A veces le amenazaba con
su aguijón si no le permitía camuflarse
entre la hojarasca caída de sus ramas para esperar allí a sus víctimas.
Una rana le miraba siempre con sumo desprecio y se reía de él por negarse a ser
quien era. Sus ojos saltones perseguían los ojos impregnados de rabia del joven
árbol, al tiempo que con su croar le repetía una y mil veces todo lo que ella
podía hacer y él no. Ella podía saltar, podía nadar, podía croar, podía
aparearse, podía poner huevos y tener descendencia. El, en cambio, estaba a
merced de los demás. Si el río se secaba no podía emigrar como ella, porque sus
raíces estaban clavadas en la tierra. A menos que lloviese, moriría
deshidratado. Si el suelo se empobrecía de minerales, la falta de éstos
repercutiría en su salud y acabaría enfermando. Si las abejas desaparecían del
lugar, nadie polinizaría sus flores y no volvería a tener descendencia. El árbol, cuando oía todo ese discurso de la rana, se sentía vencido y se echaba a
llorar. Ella, entonces, aún saltaba con más entusiasmo y le reprochaba que,
para ser tan grande, fuese en realidad tan débil que permitiese que una insignificante
rana como ella pudiese vencerle tan fácilmente.
Cuando él se quejaba ante sus hermanos y sus padres de cómo le
trataban los animales del bosque, éstos se limitaban a decirle que la vida de
un árbol implicaba acostumbrarse a todo eso. “Pero, ¿cómo puede uno
acostumbrarse a que le traten tan mal?”- se defendía él. A lo que su padre le
contestaba:
-
“No nos tratan mal,
simplemente se limitan a representar el papel que les toca, según su condición
de ardilla, de búho, de rana o de escorpión. No puedes pretender cambiar las
reglas del juego. Para que todo el bosque funcione, cada uno tiene que cumplir
su función y la tuya es ser como somos los árboles”.
-
“Pues si ser árbol
implica aguantar todo eso, yo no quiero ser un árbol”.
-
“Pues me parece que no
tienes otra elección. No puedes ser otra cosa que no sea un árbol”.- se quejó
su hermano mayor.
El padre y el hermano
siempre parecían ponerse de acuerdo para no darle la razón al árbol y se sentía
como atrapado en un callejón sin salida porque, dijese lo que dijese, siempre
serían ellos los que tendrían la razón.
Con el paso de los años, la tristeza del árbol se fue
transformando en rabia y esa rabia le dio fama en todo el lugar. Mientras sus
hermanos y sus padres acogían todo tipo de pájaros, insectos y roedores entre
su tronco y sus ramas mostrándose siempre amables y complacientes con sus huéspedes, él siempre
estaba solo y absorto en sus pensamientos. Todos los animales del lugar sabían
de su agrio carácter y no se atrevían a acercársele siquiera. Incluso su
aspecto era distinto al del resto de los miembros de su familia. Su tronco
estaba lleno de nudos de los que crecían ramas puntiagudas apuntando en todas direcciones cual las
espinas de los cactus. En las ramas superiores las hojas eran más oscuras y
delgadas y los frutos siempre habían sido muy escasos.
Llegó un momento en que lo que solía decirle la rana mientras el
árbol era adolescente empezó a cumplirse: al no acercársele ningún animal del
bosque, podía vivir muy tranquilo porque nadie le molestaba, pero por el
contrario empezó a padecer los efectos de la soledad y las carencias de
nutrientes. Los animales eran necesarios porque cumplían muchas funciones: de
limpieza, de fuente de nutrientes con sus excrementos entre la hojarasca que
cubría las raíces, de depredadores de insectos que suelen atacar a los árboles
y de polinización en la temporada reproductiva, entre otras muchas. Mientras
sus hermanos se veían saludables y rebosantes de vitalidad, él empezaba a
sentirse enfermo y decadente.
Un día su hermano mayor vio cómo una de las ramas más grandes del
árbol se partía en dos y caía a tierra sin causa aparente. Por dentro, la rama
estaba casi seca y muy afectada por la carcoma; apenas se distinguía un hilo de
savia en el centro. En los días sucesivos, siguieron cayendo ramas hasta dejar al
árbol prácticamente desnudo y desprotegido. Su familia, advertida del peligro
por el hermano mayor, empezó a preocuparse seriamente por el árbol. Veían
claramente que si no intervenían aquel hijo y hermano rebelde acabaría
muriendo.
Alertaron de la situación a todos los animales del bosque a
quienes daban cobijo para ver si entre todos podían poner remedio a la
situación tan desesperada del árbol.
Al principio, todos se resistieron a ayudarle, porque con todos
había sido muy cruel. A la ardilla le había negado sus frutos, al búho le había
prohibido alojarse en su rama más alta, al escorpión le había lanzado algunas
castañas para ahuyentarlo de sus raíces (la última vez la castaña había caído
tan cerca que desde entonces había perdido audición, pues el impacto había sido
brutal), a la rana la había amenazado con contarle a la serpiente dónde residía
para que la liquidase. Pero al final, pudo más la gratitud de todos ellos hacia
la familia del árbol que las malas acciones que él había tenido con ellos. De cada
uno de ellos el árbol tenía una opinión nefasta. De la ardilla, sin ir más
lejos, decía que era una hiperactiva porque no paraba nunca quieta y que su
nerviosismo le sacaba de sus casillas, del búho decía que era un vulgar “mirón”
porque se pasaba las noches enteras vigilando la vida de todos sus vecinos, de
la rana que era una engreída porque podía permitirse el privilegio de pasearse
por tierra y de nadar bajo el agua y del escorpión que era un ser muy
traicionero, porque podía clavar su aguijón cuando menos se lo esperasen sus
víctimas.
Ellos conocían todas esas críticas, pero esa noche, al ver a
aquella familia destrozada por el fatal destino que le esperaba al árbol si no
intervenían, decidieron olvidarlas y centrarse en intentar ayudarle.
Hablaron entre ellos y estuvieron de acuerdo en que había alguien
en el bosque que podía ayudar al árbol. Pero ese alguien vivía lejos de allí y
alguien tendría que ir a buscarle. Acordaron que sería el búho quien cumpliría
su cometido, pero mientras los demás tendrían que mantener con vida al árbol,
pues ese alguien a quien pedirían ayuda podía tardar semanas en llegar al
lugar. Se trataba de una vieja tortuga.
El búho partió aquella misma noche y el resto le despidieron
deseándole la mejor de las suertes. Aprovechando que el árbol dormía, la
ardilla y toda su familia treparon por el inhóspito tronco del árbol y
empezaron a limpiar lo que quedaba de sus ramas, lamiendo sus hojas para
hidratarlas, retirando la suciedad que no les permitía respirar y las ramitas
secas que se habían acumulado por todas partes. Sin despertarle, descendieron poco a poco antes de que las
sorprendiese el amanecer. Al despertarse, el árbol se sintió diferente pero no
comprendía cuál era la razón. Durante ese día, nadie se atrevió a decirle nada.
Llegada la noche siguiente, esperaron a que estuviese dormido para
no tener que aguantar sus impertinencias. Esta vez le tocaba el turno a los
escorpiones. Estos se dedicaron a rastrear las raíces visibles del árbol y a
enriquecerlas con sus excrementos y con las de otros animales a quienes también
convocaron para que les ayudasen arrastrando hojarasca de otros árboles vecinos
para que se descompusiese y sus nutrientes alimentasen al árbol y lo
revitalizaran. Cuando divisaron las primeras luces del alba, se retiraron
sigilosamente a sus respectivas casas para no levantar sospechas. El árbol, al
mirar hacia sus pies, se sorprendió de ver la espesa capa de hojas que cubría
sus raíces, pero enseguida pensó que el cambio se debía al viento. Preguntó a
su hermano pequeño, a quien tenía como vecino, si había soplado viento esa
noche. Este le engañó diciéndole que sí.
La siguiente en actuar sería la rana. Se había comprometido a
hablar con toda su familia y amistades para idear un plan. Ese plan tenía que
desarrollarse durante el día, pues consistía en hacer un trato con las abejas:
las ranas no las perseguirían durante el resto de esa primavera si ellas se
atrevían a polinizar las escasas flores del castaño enfermo. La reina de las
abejas frunció el entrecejo y se quejó de que lo que le pedían sobrepasaba sus
límites. Todas sus obreras le habían contado del mal humor del árbol y ninguna
se atrevía a sobrevolar su espacio porque las atacaba atrayendo a los pájaros
para que las eliminaran. La rana cedió un poco más en su negociación con la
reina abeja prometiéndole que, durante el resto de su vida, ni ella ni nadie de
su comunidad, volverían a molestar a la comunidad de las abejas. La reina abeja
aceptó a regañadientes y esa misma mañana convocó a todas sus obreras para
idear la mejor estrategia para lograr polinizar al árbol. Para llevarlo a cabo,
necesitarían la colaboración de las ranas. Ellas tendrían que distraer al árbol
mientras las abejas hicieran su trabajo.
Hacia el mediodía, la rana empezó a provocar al árbol cómo solían
hacerlo sus antepasadas durante la adolescencia de él. Le pidió que la mirase y
mirase a sus compañeras, que empezaron a croar sin descanso crispándole los
nervios al árbol. Mientras, un impresionante enjambre de abejas se precipitó
sobre él sin darle tiempo a reaccionar. Las órdenes de la reina habían sido muy
claras: mientras unas cuantas polinizasen las flores, las otras harían de
escudo protector de éstas. Algunas morirían, pues los pájaros acudirían
enseguida al ver una nube de abejas tan visible, pero esos riesgos formaban
parte de la vida de una abeja y lo aceptaban. Morirían por el bien de su
comunidad, para garantizar la supervivencia de su especie.
Una vez cumplido su cometido y con muy pocas bajas, las abejas se
retiraron a la colmena y el árbol intentó descargar su furia con las ranas,
pero se dio cuenta, decepcionado, de que éstas también habían desaparecido.
Pasaron unos días y el árbol empezó a notar que cada día se
encontraba mejor, pero no entendía porqué. Empezó a percatarse de que nuevos
brotes emergían de sus ramas y que sus hojas se volvían de un verde más
luminoso. Incluso su familia le decía que tenía mejor aspecto, aunque su
carácter seguía siendo el mismo de siempre. Durante la noche, cómplice de toda
aquella trama de los animales por salvarle la vida al árbol, cada uno de ellos
seguía cuidando del árbol a su manera, sin que él se diera cuenta. Los
escorpiones seguían abonando sus raíces, las ranas le llevaban insectos para
que trepasen por sus ramas y al día siguiente pudiesen atraer de nuevo a los
pájaros y las ardillas le hacían la limpieza para que el árbol les resultase
una morada atractiva a los potenciales huéspedes. También utilizaban cáscaras
de antiguas nueces para transportar algo de agua con la que le regaban al árbol
sus raíces para mantenerlo más hidratado.
Una de esas noches, el árbol tuvo un sueño. Soñó que estaba
llorando porque no quería ser un árbol y la noche le contestaba con una
pregunta que él no sabía responder: si no quería ser quién era, ¿quién quería
ser?
En medio de la pesadilla se despertó y a lo lejos descubrió al
búho que venía volando hacia él. Pero algo en su vuelo le extrañó: el búho
volaba muy despacio y parecía que no iba a acabar de llegar nunca. Dos horas
después, se posó en sus ramas dándole las buenas noches y presentándole a su amiga. Descubrió entonces el árbol que
el búho no venía solo. Su compañera de viaje era una vieja tortuga a quien él
no conocía y de quién nunca había oído hablar.
_ “Supongo que te debo una explicación y, si me lo permites, te la
voy a dar”- empezó a hablar el búho.
-
“Una explicación, ¿de
qué?- contestó malhumorado el árbol. “Ahora hacía tiempo que no me molestabas,
pensaba que te había quedado muy claro la última vez que te prohibí alojarte en
mis ramas. Te exijo que te vayas y me dejes en paz. Y llévate contigo a tu
amiga, que no entiendo por qué se atreve a visitarme a estas horas de la
madrugada...”
-
“De entrada aclararte que
no dejé de alojarme en tus ramas porque tú me lo exigieras, sino porque éstas
dejaron de parecerme atractivas. Hace unas semanas mostraban un aspecto
decrépito, pero ahora que he visto que te estás recuperando, he decidido volver
y no pienso irme hasta que escuches lo que tiene que contarte mi amiga.”
-
“No me interesan ni tu
discurso ni el de esa vieja tortuga. No veo en qué podéis ayudarme ninguno de
los dos.”
-
“Pues yo creo que sí te
interesa y te lo voy a demostrar.”
-
“No sé cómo...”
-
“Antes de que me vieses
aparecer, te has despertado sobresaltado por una pesadilla, ¿me equivoco?”
-
“¿Cómo sabes tú eso?”
–preguntó sorprendido el árbol.
-
“Los búhos vemos más allá
de lo que los árboles podéis soñar...”
-
“Si te crees tan sabio,
explícame el sueño que he tenido. Seguro que no tienes ni idea...”
-
“Has soñado que estabas
llorando porque no querías ser un árbol y la noche te ha preguntado quién
querías ser entonces.”
-
“Tiene que haber algún
truco. No puede ser: tú no puedes saber lo que yo sé y no le he contado a
nadie.”
-
“Yo puedo saberlo porque
me lo ha contado mi amiga la tortuga mientras veníamos hacia ti.”
-
“Pero, y ella... ¿cómo lo
ha sabido? Seguro que es una bruja disfrazada de tortuga, llévatela de aquí. Me
estáis asustando.”
Histérico,
el árbol rompió a llorar y entonces ocurrió algo que nadie podía explicarse. Su
madre se acercó a él y le abrazó muy fuertemente, como cuando de muy pequeño su
tronco empezó a crecer al lado del de ella, para ir separándose después a
medida que se hacía más robusto y sus raíces iban necesitando más espacio para
desarrollarse. La madre intentaba tranquilizarle, al tiempo que le explicaba lo
preocupados que todos estaban por él y lo mucho que habían hecho todos los
animales del bosque por salvarle la vida.
“Has estado más enfermo de lo que te imaginas, hijo.
Ahora empiezas a estar más fuerte, pero hay una parte de ti que sigue
necesitando ayuda. Si no te dejas ayudar, tarde o temprano, volverás a estar en
peligro.”
-
“¿Qué parte de mí es ésa,
madre?”
-
“Tu manera de interpretar
la vida y todo lo que te pasa en ella, hijo. Por eso ha venido la tortuga. Nos
hablaron muy bien de ella. En el lugar donde vive, ha salvado a muchos árboles
como tú y puede hacerte mucho bien hablar con ella.”
-
“¿Quieres decir que hay
otros árboles que tampoco querían ser árboles? Pensaba que eso sólo me pasaba a
mí...”
Al oír esto, la tortuga pidió a la madre y al resto que les
dejasen solos. Había llegado el momento de que el árbol se enfrentase con sus
propios miedos y ella intentaría enseñarle estrategias para conseguir
superarlos.
-
“Todos cuantos recurren a
mí para que les ayude a solucionar sus problemas empiezan explicándome lo mismo: que pensaban
que eso sólo les pasaba a ellos. Esa creencia te ha debido hacer sufrir mucho y
te has tenido que sentir muy solo e incomprendido.”
-
“No puedes imaginarte
hasta qué punto, amiga tortuga.”
-
“¿Por qué no quieres ser
un árbol?”
-
“Porque estoy condenado a
no moverme y a depender de los demás de por vida. Ya me lo decía la rana cuando
era joven. ¿Sabes? Todos los animales de este bosque se han dedicado a hacerme
la vida imposible durante años. No les soporto, les odio, quisiera irme de
aquí.”
-
“Has estado a punto de
irte, porque te ha faltado muy poco para morir. Y, en cambio, ellos son
precisamente quienes no lo han permitido. Todos han contribuido a salvarte la
vida. ¿Eso no significa nada para ti?”
-
“Claro que lo valoro. Es
un gesto que nunca habría esperado de ninguno de ellos. Pero sigue sin gustarme
ser un árbol porque los árboles siempre estamos solos y todos se aprovechan de
nosotros.”
-
“¿De verdad crees eso?
Tus hermanos nunca están solos y se les ve felices siendo árboles.”
-
“Porque ellos tienen
muchos huéspedes que han sabido darles una muy buena reputación en todo el
bosque. Nadie habla mal de ningún miembro de mi familia salvo de mí.”
-
“¿Y te has parado a
pensar alguna vez por qué no hablan bien de ti?”
-
“Porque nunca les he
caído bien. De pequeño se burlaban de mí y ahora me ven como un monstruo al que
no se atreven a acercarse.”
-
“¿Y tú cómo te ves
realmente?”
-
“Como alguien que tiene
mucho miedo y se siente muy débil.”
-
“Coincido plenamente
contigo en ello, pero ésa no es la imagen que das de ti mismo a los demás.”
-
“A veces me gustaría ser
como tú, tortuga. Al menos tú, si te atacan, puedes refugiarte en tu
caparazón.”
-
“Creo que tú llevas un
caparazón más grande que el mío, árbol. Pero lo peor del tuyo es que no pueden
verlo los demás. “
-
“¿Y dónde ves tú ese
caparazón mío que ni yo mismo veo?”
-
“En tus ideas, en tu
actitud hacia los demás, en tu miedo, en tu furia y en esa manía de intentar
parecer alguien que no eres para ahuyentar a los demás.
Les ahuyentas porque les temes y, en el fondo, ellos lo saben. La rana ya lo
sabía cuando se burlaba de ti hace años. Si en lugar de atacarla, hubieses
aprendido de sus críticas, ahora sería tu amiga y no la que crees tu rival.”
El árbol se quedó
pensativo y la tortuga siguió hablándole...
-
“Si ellos te conocieran como
realmente eres, te apreciarían tanto como aprecian a tus hermanos. Al que no
quieren es a ese otro árbol que te empeñas en mostrarles y, en el fondo, nunca
has sido. Creo que en parte tienes razón al decir que no quieres ser un árbol.
Lo que pasa es que tienes que aprender a no generalizar. No es que no quieras
ser un árbol. Lo que te pasa, en realidad, es que no quieres seguir siendo el
árbol que te has empeñando en parecer toda tu vida. Porque ese árbol no eres
tú, sino tu máscara.”
-
“Y ¿qué tendría que hacer para que
me viesen como realmente soy?”
-
“Sencillamente, desnudarte ante
ellos sin miedo a ser rechazado por nadie.”
-
“Y eso ¿cómo se hace?”
-
“Desprendiéndote de tu caparazón y
aceptando a los demás tal y como son, con sus virtudes, pero también con sus
defectos”.
Al
decir esto, la tortuga se desprendió de su caparazón y le mostró su desnudez.
Vista así, aparecía como un animalito indefenso, pequeño y muy frágil. Aún
parecía más anciana de lo que sin duda era, pero se la veía serena, sin miedo a
ser devorada por cualquier depredador.
El
árbol quedó enmudecido ante aquella demostración de sinceridad y honradez.
La
tortuga volvió a colocarse dentro de su caparazón y le animó a que él, por lo
menos, lo intentase: “El primer requisito para que los demás te acepten es que
tú te hayas aceptado primero a ti mismo”.
Dicho
esto, se dispuso a despedirse del árbol pues debía marcharse con el alba porque
dentro de una semana la esperaban en otro lugar.
-
“No te vayas tan pronto. Ahora que
nos hemos hecho amigos, te necesito más que a nadie. Si te vas tú, no sé qué haré”.
-
“Has vivido sin mí toda tu vida y
sabrás vivir sin mí por el resto de ella. Yo sólo he intentado hacerte ver lo
que por ti mismo no eras capaz de ver. Pero el resto del trabajo lo tendrás que
hacer tú solo. Mañana, cuando amanezca, comprenderás que nunca más estarás solo porque muchos serán
los que te acompañaran y te aceptaran como realmente eres. Pero para ello tendrás
que atreverte a mostrarles tu verdadera cara”.
-
“Pero yo no sé cuál es esa cara... y
solo no lo descubriré...”
-
“Sí lo sabes. A mí me la has
enseñado esta noche. Si yo la he visto, también se la puedes mostrar a los
demás.”
-
“¿Podrías enseñarme algo más antes
de irte?”
-
“Está bien. Antes recurrí a un truco
mágico para convencerte de que hablases conmigo: primero provoqué tu miedo y
tus lágrimas para después hacer que tu madre te abrazase y te hiciera entender
muchas cosas. Ahora recurriré de nuevo a la magia para hacerte entender algo
que aún no entiendes. Dame la mano y acompáñame hasta la orilla”.
-
“No puedo hacerlo. No tengo manos y
no puedo caminar”.
-
“Físicamente no. Pero con el corazón
sí, árbol. Con el corazón puedes llegar a dónde quieras llegar sin necesidad de
moverte”.
Siguiendo su consejo,
el árbol le tendió la mano y se dejó llevar por ella hasta la orilla. Cuando
llegaron ya era de día y el sol se reflejaba en las aguas del río.
La tortuga le
pidió que mirase su aspecto en el agua. Mientras el árbol contemplaba su propia
imagen reflejada advertía los cambios que había experimentado durante las
últimas semanas gracias a los animales que él tanto criticaba.
-
“¿Acaso no te ves hermoso,
árbol? Muestras un aspecto realmente
saludable y atractivo. De seguir así, este año darás muy buenos frutos y las
ardillas te estarán muy agradecidas. También tendrás hijos que crecerán a tus
pies, sanos y fuertes. Pero, de momento, aún tienes un problema: Aceptas tu
imagen, pero no te aceptas a ti mismo aún, porque aún no crees que esa imagen
sea la tuya”.
-
“¿Por qué me dices eso?”
-
“Te lo demostraré con un
experimento: A mí me gusta tu imagen, tanto la que veo al mirarte como la que
se refleja en el agua, que es la única que puedes ver tú. Si yo me inclino en
el agua y beso tu imagen reflejada, ¿qué sientes tú?”
-
“Nada”.
-
“Muy buena respuesta. Pero, ¿sabrías
decirme por qué no sientes nada?”
-
“Porque no me has besado a mí, sino
a la imagen que de mí se refleja”.
-
“¿Correcto!. ¿Ves cómo ya no me
necesitas? Tu siempre has esperado que la gente te apreciara por la imagen que
te empeñabas en dar de ti mismo, pero no por ser quien eras en realidad. Creo
que ahora estás en condiciones de mostrarles ese árbol que eres de verdad y
permitirles que te besen, que te quieran y que te valoren por ser quien eres
realmente”.
Dicho
esto, la tortuga le acompañó de nuevo hacia su morada, junto a su familia de
castaños, y se despidió de él deseándole toda la suerte del mundo. Esta vez, sí
le besó a él y éste se ruborizó, pero después también la besó a ella. Hasta
entonces nunca había besado a nadie y a él sólo le había besado su madre.
Después
de ese momento, todos los animales del bosque se reunieron bajo la sombra del
árbol y le aplaudieron porque, por primera vez, éste se había dignado a
mostrarles su verdadera imagen: la de un castaño fantástico, con grandes hojas
de un verde brillante y unas flores preciosas que les ofrecía su cobijo y su
alimento a todos ellos.
Al
fin, el árbol había aprendido a quererse a sí mismo y a aceptar la relación con
todos los demás. Sólo así entendería las ventajas que tenía el hecho de ser un
árbol y aprendería a no querer ser nada ni nadie más.
Pasado
un tiempo, llegaría a convertirse en el mejor de los castaños que habitaban
aquel bosque.
Estrella Pisa
9 Abril de 2005
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